viernes, 12 de diciembre de 2008

El blog

En este espacio presentaré relatos y diferentes textos breves. Las fechas en la cabecera de cada texto sólo indican la fecha de la creación de la entrada. La fecha de creación del propio texto la indicaré al final del mismo, y también la obra a la que pertenece, si es que pertenece a alguna.

Vía directa al lector. La imprenta al instante, con tan solo unos clicks de ratón. Ni el propio Gutenberg habría soñado con un medio de difusión así. Habrá quien se vaya y habrá quien se quede, pero nadie encontrará la puerta cerrada para acceder a la bahía.

jueves, 11 de diciembre de 2008

El juego de Dios

Una vez más, se dispuso a poner en marcha el programa que, en los últimos meses, se había convertido en su máxima obsesión. Había llegado hasta el punto de no poder conciliar el sueño con tranquilidad. Y eso que, en principio, para él no había sido más que un mero o puro entretenimiento, del que no dependía ni su trabajo ni su sustento. Se podría decir que era un simple pasatiempo, pero eso habría sido quitarle demasiada importancia. Estaba seguro de que aquello que pretendía recrear en la simulación supondría una nueva revolución en la Historia del Pensamiento. Pero tendría que lograrlo, aunque no fuera una tarea en absoluto sencilla. Estaba convencido de que era posible, pero temía que le faltara tiempo. En sus peores sueños podía imaginar cómo su finitud se le echaba encima sin que pudiera hacer nada para evitarlo. Aquella sensación le agobiaba enormemente, hasta el punto de producirle una constante sensación de angustia. No podía luchar contra su propia naturaleza. Su condición de mortal era inevitable, una condición que, para el experimento que quería llevar a cabo, se había convertido en su máxima debilidad.

Mientras el potente ordenador realizaba millones de cálculos sin cesar, decidió salir para tomar el aire e intentar despejarse. Acudió a la nevera y se hizo con una lata de cerveza fría antes de abandonar su casa. Una bebida fresca le ayudaría a soportar el intenso calor que reinaba en el ambiente. El cielo estaba despejado y la noche sin luna mostraba el firmamento en todo su esplendor. En el campo, lejos de las luces de la civilización, se distinguían con claridad las constelaciones formadas por miríadas de diminutos puntos blancos sobre la negra bóveda celeste.

Se sentó cómodamente para contemplar el grandioso espectáculo. Todo se comportaba según las reglas. Observado en su conjunto, el Universo suponía un colosal escenario de energía y movimiento. Las galaxias se agrupaban en enormes cúmulos, todas en atracción permanente, todas en continuo movimiento respecto a las demás, en un perpetuo equilibrio. Algunas de ellas en creación, otras consumiéndose por sus núcleos voraces: enormes agujeros negros, eternos sumideros de todo lo que existía.

Dentro de las galaxias, una infinidad de cuerpos más pequeños mantenían el mismo equilibrio: eran las estrellas, esferas incandescentes, fábricas de átomos y fuentes de energía. En torno a algunas de ellas, giraban los planetas, pequeños e interesantes cuerpos, morada de la estabilidad y de las estructuras más complejas de todo lo creado: la vida.

Las estructuras de la vida habían surgido después de esperar eones, mucho después de una segunda generación de estrellas. Sus componentes básicos requerían un largo proceso de formación. Sin ellos, sin la estabilidad necesaria que dentro de la inmensidad proporcionaban sus pequeños mundos, la complejidad de la vida no habría tenido lugar porque la vida dependía siempre fuertemente de su entorno. Aquellas estructuras eran una delicada rareza dentro de la gran obra de la Creación.

"Es admirable", pensó, "pero, a pesar de su complejidad, estoy convencido de que las reglas fundamentales se pueden reproducir". Se incorporó lentamente y regresó al interior de su casa para comprobar los últimos resultados de su experimento. El ordenador había terminado la simulación. El tiempo total había sido de diez minutos, mucho menor que el máximo que había conseguido lograr. El resultado no podía ser más frustrante para él. El programa se había colapsado sin generar las complejas estructuras que esperaba. ¡Qué lejos estaba de lograr un sistema que evolucionase eternamente! A pesar de que variaba los parámetros y las reglas de comportamiento intentando conseguir la simulación más rica posible, los cambios introducidos no siempre mejoraban el sistema. Se preguntaba cuántas veces más tendría que probar. Cuántas veces tendría que variar los parámetros para conseguir mejorar el resultado y que el programa crease estructuras cada vez más complejas. Quizá fuese una tarea demasiado grande para él. Quizá le llevase toda su vida, o incluso más...

Miró el reloj y se dio cuenta de que era ya muy tarde. Últimamente, su tarea le absorbía hasta el punto de desordenar sus necesidades vitales. Quisiera o no, tendría que dormir. Estaba agotado y, al mismo tiempo, decepcionado. No quería acostarse con el mal sabor de boca que le habían proporcionado los últimos resultados. En cualquier caso, no era su elección. Sus ojos, lentamente, se iban cerrando hasta quedar completamente pegados a sus párpados. Sin que pudiera evitarlo, el cansancio le venció y el sueño acudió a nublar su mente.

*

En algún sitio que no podría definirse como lugar, el Creador contemplaba pensativo la colosal obra del Universo. Aquel logro le complacía enormemente. Cuántas veces había intentado obtener algo de una riqueza, variedad y estabilidad semejante, era algo que no podía recordar.

Acababa de observar a un hombre que manejaba una ingeniosa máquina. Había definido unas instrucciones que ésta tenía que seguir. Aquel hombre no conocía el resultado final que la máquina produciría, pero había sido capaz de poner en marcha el proceso. Observaba las evoluciones que se creaban a partir de las reglas iniciales. Dentro de la máquina cobraba vida una realidad propia. La simulación era capaz de producir unas estructuras con propiedades que aquel hombre, su creador, nunca hubiera podido imaginar.

Igual que Él.

Innumerables veces el Creador había variado los parámetros, las reglas de comportamiento del Todo, y había visto crecer las más variadas obras. Universos que duraban lo que dura un suspiro para después volver a contraerse en el infinito abismo de la nada. Otros que se dispersaban uniformemente con la regularidad más absoluta, aunque sin llegar a crear nada más complejo que una mota de polvo. Él sembraba la semilla original, la dejaba crecer y observaba. Probaba, variaba las reglas, volvía a probar, y así sucesivamente, en un juego infinito que trascendía todo tiempo imaginable. Tenía el poder de crear. Pero nunca sabía lo que estaba por venir.

Sin embargo, el hombre, aquel diminuto ser fruto del eterno juego del Creador, estaba limitado por las reglas del tiempo. La posibilidad de que acertase con los parámetros para obtener lo que estaba buscando era tan remota que podría considerarse imposible. Aquel ser era una casualidad, un capricho de las reglas del Universo del que formaba parte. De manera inevitable, sería destruido por las mismas, habiendo supuesto su existencia un intervalo infinitesimal y apenas perceptible dentro de la grandísima obra. El Creador lo sabía. Sólo Él podía jugar a su juego, pues sólo Él estaba fuera del tiempo.

*

Despertó en mitad de la noche, envuelto en un agobiante calor que casi lo asfixiaba. Una vez más, había tenido un extraño sueño que rozaba el límite de la pesadilla. Necesitaba relajarse. Salió al exterior y se quedó contemplando, pensativo, el cielo estrellado, aquel juego de innumerables luces sobre un eterno fondo negro. Estaba frustrado por sus limitaciones, por su incapacidad de llevar a cabo con éxito el experimento que se había propuesto. Pensó en el Creador del cielo que observaba, el Creador de la complejísima obra de todo lo que existía. No había duda: aquél que permanecía detrás de la obra, aquél que regía el comportamiento Universal, todo tenía que saberlo. Tenía que conocer todo lo que sucedía en cada momento, todo lo que había sucedido y todo lo que sucedería en cualquier tiempo indefinido. Sabría cuál iba a ser el siguiente átomo que se fusionaría en el abrasador núcleo de una remota estrella, cómo se movería una pequeña hoja entre millones en un bosque de un planeta perdido, con el próximo soplo de viento, o cuál podría ser la primera criatura consciente que, a partir de ese momento, iba a observar un amanecer en su mundo. El Creador era, sin duda, Omnisciente.

Se sintió pequeño ante la inmensidad del mundo, mientras reflexionaba en silencio bajo la bóveda estrellada. Su mente era una nube de pensamientos y de preguntas sin fin. Pensaba en el movimiento de los astros. Sabía que su mundo se movía constantemente alrededor de una gran estrella. Creía conocer las leyes del movimiento. Creía conocer casi todo sobre cómo se comportaba el Universo. Pero quería saber más. Siempre un poco más… Vivía inmerso en aquel mundo y sus reglas. Sólo podía observarlas y aspirar a conocer el cómo. Nada más. Sin embargo, se planteaba sin cesar la última pregunta. Quería conocer el porqué.

Regresó a la casa con la idea de hacer un nuevo intento. Quizá aquella vez tuviera más suerte. Quizá obtuviera alguna respuesta. Aunque él fuese limitado, su esperanza era inmensa. Una esperanza que le hacía creer que incluso lo más difícil era posible. Siguió probando, una y otra vez, hasta perder la noción del tiempo. Siguió intentándolo hasta que sus fuerzas lo abandonaron y, poco a poco, sintió cómo desfallecía.

*

El Creador conocía las preguntas de aquel hombre. No sabía cómo iba a ser la evolución de los Universos que iniciaba, ni podía influir en su comportamiento una vez creado, pero podía percibir cada punto de ellos. Podía observar y sentir a todos los seres. Pensó sobre el porqué de las reglas, aquellas con las que Él jugaba, aquellas que había estado variando sin cesar desde que había creado por primera vez. Aquel diminuto ser quería saberlo. Aquel hombre quería saber algo que no sólo no tendría nunca la posibilidad de conocer, sino que ni siquiera Él mismo, el Creador, sabía. En aquel momento, si hubiera podido reírse, si su risa hubiera podido sonar dentro de las paredes del grandioso Universo, todos la habrían oído, grave, ronca e incesante como un eco eterno.

Hormigas y dioses - El juego de Dios

Penumbra

Tenía hambre, pero muy pronto se encendería la luz. Y entonces, sólo entonces, podría saciar su apetito. Decidió dar un paseo por el espacio. Saludó a aquellos que encontró a su paso. Todos estaban en una situación de espera. Algunos dispersos, otros reunidos en pequeños grupos, unos pocos todavía durmiendo. No había mucho que hacer. El mundo, sin duda, era aburrido. Todo era constante, sin apenas variaciones. La vida se desarrollaba envuelta en una permanente penumbra. No habría conocido el significado de variación, y no habría conocido el significado de la misma penumbra si no hubiera sido por la luz.

Le causó una sensación de malestar ver a todos aquellos semejantes en una continua monotonía. Lo peor era que la mayoría de ellos no se daba cuenta, ya que no conocían otra cosa. No había nada que hacer. Todo venía dado. Solamente cubrían sus necesidades. Más allá de aquello, nada era necesario. Descansaban, dormían, se relacionaban, procreaban, se nutrían. Siempre en el mismo espacio. Pero él sospechaba, tenía una intuición. Echaba algo en falta. Algo más allá de la pura constancia y monotonía. Pero ¿qué podría ser? No existía otra cosa. Nada existía más allá de las barreras del mundo, pues el mundo, por definición, terminaba en ellas. Y todo era constancia, todo era penumbra, propiedades que siempre habían existido y que siempre existirían, eternas e inmutables.

Estaba sumido en sus reflexiones cuando, de repente, llegó el intenso resplandor. Una luz, blanca. La intensa luz que todo lo llenaba con su claridad. Quedó completamente cegado. Escuchó cómo muchos alababan a la divinidad con cánticos y reverencias. Algunos quedaban sumidos en un profundo trance, sin poder controlar sus sentidos. Eran momentos en los que el gran orden que normalmente imperaba desaparecía por completo. Fue un instante nada más. Muy pronto, volvió a reinar la normalidad y la penumbra invadió toda la sala. Se necesitaba un breve momento de recuperación para que sus pequeños ojos volvieran a ver. Poco a poco, fue recobrando sus sentidos. Empezaron a cobrar forma los objetos, oscuros como sombras, que se extendían delante de él y delante de todos ellos, en el suelo, esparcidos por el espacio. Allí estaba el alimento. Tan pronto como pudieron distinguirlo, acudieron en su busca y empezaron a comer.

Cuando hubieron quedado satisfechos, todos se entregaron a la rutinaria inacción. La mayoría, en esos momentos, optaba por un breve sueño. El espacio ofrecía entonces un paisaje de seres tumbados y esparcidos por la superficie, sólo roto por unos pocos de ellos que paseaban o que conversaban en pequeños grupos en voz baja, intentando no hacer demasiado ruido.

Se dispuso a caminar entre las sombras y pensó en la luz. Aquella intensa luz que se encendía brevemente, cada cierto tiempo, en intervalos periódicos. Era lo absoluto, la divinidad. Desde que se tenía memoria siempre se había encendido, y siempre de manera periódica, uniforme. Cada nueva aparición de la luz era esperada y también era prevista. Aquella era la única variación en aquel mundo eternamente constante.

El Universo era sencillo. Era una pura constancia. Y la luz. De estos hechos, evidentes por sí mismos, incuestionables, ningún ser razonable tenía duda. Conocían el Universo y conocían su comportamiento. Siempre había sido así, tal y como decían las leyes. Había habido seres que, en sus reflexiones, habían argumentado que la simple repetición de los hechos, sin importar cuántas veces hubieran ocurrido, no implicaba su repetición en el futuro. Eran ideas extravagantes que, aunque imposibles de refutar, no eran tenidas en cuenta en la vida cotidiana. Eran irremediablemente tachadas de absurdas por la mayoría. Nada había más evidente que la uniformidad del Universo. Era la idea más simple, la más fiel a la realidad, la más elegante. Implicaba sencillez y perfección.

A pesar de la aparente sencillez, había algo que no terminaba de convencerle. Sin duda, las posibilidades eran mayores. Quizá hubiera algo más allá de los límites. Quizá la luz tuviera su origen allí, en otro mundo. En cualquier caso, no había forma de saberlo. Todas las ideas sobre algo que trascendiera las duras superficies de los límites eran fantasías imposibles de comprobar. Se sintió cansado. Decidió tumbarse para reposar. Poco a poco, se fue quedando dormido. La realidad le abandonaba. Quedó allí, tendido en el suelo sobre el gran espacio. Sus ojos se cerraron y la penumbra se convirtió en oscuridad. El sueño, lentamente, acudió a su mente. Y lo que había sido oscuridad se convirtió en una intensa luz. Aquella luz blanca que todo lo llenaba de claridad.


*

El sol brillaba con toda su intensidad sobre la gran urbe. Era un día completamente despejado, sin ninguna nube que empañara el azul claro que se extendía a lo largo y ancho de la inmensa bóveda celeste. El resplandor era cegador, y el agobiante calor se apoderaba de todos los rincones de la ciudad. En momentos como aquél, la gente se refugiaba en el interior de sus hogares y disfrutaba, al menos, de la aliviante sombra que éstos ofrecían.

En una oficina de las afueras, el director del Proyecto Penumbra se tomaba con prisa un café. Había comido pronto y mal. Se encontraba nervioso, pero esperaba que aquello no le jugara una mala pasada. Era un día clave, de importancia crucial para el proyecto. Un proyecto que había durado generaciones y que ahora estaba muy cerca de su final. Por una parte, eso le aliviaba. Tenía ganas de terminar con aquello de una vez por todas. Desde que estaba en el cargo había sido sometido a una constante e intensa presión, hasta el punto de ser casi insoportable. Apuró el último sorbo de su taza y se digirió hacia la enorme nave.

El experimento había arrastrado siempre una gran polémica. Aquél era el motivo por el que había habido tantos directores y aquél, también, era el motivo por el que el final del proyecto iba a ser adelantado. Había sido tachado de terriblemente cruel por la opinión pública. Sin embargo, el valor científico y filosófico del mismo era incuestionable.

Se detuvo a unos metros de la colosal construcción, para no perderse ningún detalle de lo que iba a suceder. La llamaban Penumbra. Era una nave inmensa, circular. Estaba diseñada de tal manera que desde todos los puntos se veía su interior, pero nada del exterior podía verse desde dentro. La visión era siempre escalofriante, incluso para los más veteranos en el proyecto. Dentro existía un mundo, un Universo entero completamente diferente, habitado por unas criaturas semihumanas que habían desarrollado una cosmología, una cultura y una ciencia propias, a la medida de su mundo. Para ellos, todo lo que existía era una enorme sala en permanente penumbra, con un clima templado que nunca variaba. Nunca había más o menos luz. No había días ni noches. Tampoco había estaciones. Aquellos seres nada podían sospechar. No podían imaginar nada más allá de aquellas paredes, pues nunca habían conocido algo diferente. Aquel mundo artificial de eternas tinieblas era para ellos el único conocido y el único que tenían posibilidad de conocer. Un mundo que se había convertido en todo su Universo. Un mundo que era su única realidad.

Llegó la hora.

*

Despertó bruscamente de su sueño, agitado por un semejante que reclamaba su atención. No sabía cuánto tiempo había dormido, pero debía de haber sido bastante, ya que todos a su alrededor estaban esperando la luz. Le contaron lo que estaba sucediendo. Le costó salir del sueño y volver a la realidad de aquella manera tan repentina, pero poco a poco fue asimilando lo que le decían. La noticia estaba en boca de todos, y el revuelo que en esos momentos reinaba fue aumentando de manera gradual conforme el tiempo pasaba.

La luz tenía que haber aparecido y, sin embargo, no lo hizo. No podía creerlo. Aquello no podía estar sucediendo. Era algo completamente inexplicable. Había fallado la Ley Universal. Mientras tanto, el tiempo pasaba lentamente. Para la mayoría, fue un intervalo eterno de completa incertidumbre. De repente, la luz se encendió. La claridad invadió la sala, proporcionando para todos el mayor de los alivios. Pero, cuando tornó la penumbra y se disponían a buscar el alimento, la luz volvió a encenderse, varias veces, de manera rápida y aleatoria. Se sucedieron las más alocadas combinaciones de luz y de sombra. Cambió la intensidad, aparecieron diversos colores, cambió la frecuencia... y después, tornó la penumbra.

El desconcierto y el pánico invadieron el espacio. Muchos enloquecieron. Los más serenos reflexionaron. Habían confiado en la uniformidad del mundo, pero el mundo les había avisado. No había ninguna certeza para que fuerza uniforme y, de hecho, no lo era.

Volvió la constancia y la regularidad de la luz. Había normalidad aparente, pero ya nada era como antes. Nadie podía olvidar lo que había sucedido. Ya nadie podía confiar en su ciencia, en sus leyes. Nadie sabía, en el futuro, qué podría pasar.

No estaban tranquilos. No conciliaban el sueño tan fácilmente después de comer. Fueron muchos los que empezaron a vagar por el espacio sumidos en sus pensamientos. Sólo había una cosa cierta: la abrumadora incertidumbre que todo lo gobernaba.

*

Un día la estancia se abrió. Fuera de ella había otro mundo infinitamente más grande y otros seres. Pero no podían verlos. El sol iluminó la sala. La claridad se hizo constante, más cálida y más intensa que nunca. No estaban preparados. Aunque estaban rodeados de luz, ya nunca pudieron ver. Quedaron cegados por el resplandor... eternamente.

Hormigas y dioses - Penumbra