Tenía pocas horas para salvarse, pero no terminaba de creerse su destino. La puerta del coche se cerró con un sonido seco, como el inicio de una cuenta atrás, un indicador de que ya estaba en el centro de la ciudad y de que todo iba en serio. En un cruce de calles, unos metros más abajo, tres prostitutas embutidas en ropa tejana ya se habían fijado en él, atraídas por su aspecto desorientado de chico formal venido a menos. Andrés las miró con disimulo y las evaluó, casi inconscientemente, pero era demasiado pronto para perderse en callejones oscuros; caminó con paso rápido primero hacia la Alameda, y continuó en busca del esplendor de la calle Larios, emblema de la ciudad de Málaga, una máscara luminosa que ocultaba, como el maquillaje espeso de las mujeres de mala vida, las miserias de los barrios deprimidos. La calle se ensanchaba en su parte más baja, y en la noche parecía la desembocadura de un río de luz que va a morir al mar. En el centro, sobre el pavimento peatonal de losas brillantes, una escultura sombría reposaba sobre un pedestal elevado: era una aparición surgida en un lugar al que no pertenecía, un dios cabizbajo que contemplaba el mundo en silencio sobre las cabezas de los viandantes. Andrés se acercó, se detuvo bajo la sombra de su bronce oscuro, la rodeó para cerciorarse, leyó la inscripción en el pedestal y a pesar de todo le resultó difícil creer que tuviera enfrente E
l pensador de Rodin. No pudo evitar sentir cierta envidia hacia su autor: el creador de un dios tenía que ser necesariamente otro dios, o tal vez se tratara de un ser humano al que su obra había convertido en dios, porque aquella escultura lo había hecho inmortal. Los ojos tristones de Andrés miraban hacia arriba con la expresión de un perro asustado. Siempre había querido hacer algo grande que encumbrara su nombre y lo hiciera entrar en la Historia, pero su pasado era una sucesión de proyectos inacabados. La inercia se había llevado por delante unos años preciosos que habían pasado en un suspiro, y ahora que había doblado la esquina de los treinta tenía cada vez más presentes las palabras de un escritor brillante y atormentado: «Toda vida es un proceso de demolición». ¡Cuánta razón tenía ese pobre diablo! Aquella tierra era El dorado para vividores y gente sin escrúpulos que acudían al olor del dinero fácil de procedencia dudosa, pero eso no iba con él, y por eso había sido condenado a formar parte de la gran masa de mileuristas que se arrastraba para llegar a fin de mes. No; no era la tierra prometida que había imaginado cuando llegó allí por amor, años atrás, pero se empezó a dar cuenta demasiado tarde, cuando su novia ya se había ido con un chulo de playa y su sueldo era el más bajo de toda su carrera. Había iniciado así una cuesta abajo en barrena y desde el verano sobrevivía en su refugio solitario con las migajas del paro. Aunque había pensado en marcharse y rehacer su vida, le retenía en la costa un calor pegajoso, el influjo del agua salada, las piernas femeninas que desfilaban desnudas bajo minifaldas cortísimas, y los antros de mala muerte abiertos hasta la madrugada. Ya era demasiado tarde… o tal vez no: la noche aún se reservaba la última palabra. Alzó de nuevo la vista hacia
El pensador antes de continuar su camino y le pareció que la estatua le vigilaba, que sus ojos impertérritos se fijaban en él, que sus labios inmóviles se articulaban y gritaban: «¡Huye, insensato!». No hizo caso y continuó su marcha, a pesar de que su horizonte se hacía tan cuesta arriba como la calle.
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Relato hecho por encargo para el libro Mala Málaga. El relato completo se puede descargar en mi perfil de civiNova, en formato PDF.